Troya, agosto de 2014
Antes de abandonar el Parque Histórico Nacional de Troya, tuve tiempo para refrescarme tomando un zumo de naranja en la pequeña terraza de la tienda de recuerdos, a la sombra de unos olivos, rodeado de varios gatos somnolientos recostados perezosamente en las mesas y sillas destinadas a los clientes. Terminé la bebida y me despedí por última vez de las colosales murallas y las Puertas Esceas, no tan dramáticamente como Andrómaca pero sí como Héctor por ser la última vez en verlas.
Eran las siete de la tarde y todavía hacía un bochorno insoportable, la visita a los restos arqueológicos de la ciudad de Troya me había llevado un par de horas bajo un sol abrasador. Una visita bastante instructiva sobre pasarelas de madera con paneles explicativos. El Palacio de Príamo entre lo más interesante del recorrido. Me levanté decidido y me dirigí rápidamente hacia el parking para coger el coche que había alquilado en Bandirma, una pequeña ciudad portuaria a la que había llegado después de cruzar el Mármara a bordo de un ferry desde Istanbul. Nervioso y excitado, sabía que estaba a punto de comenzar la visita más deseada. Arranqué y comencé a descender la suave colina donde descansan los yacimientos, entre olivos y encinas, para ir en busca de uno de los lugares mitológicos más enigmáticos de la épica homérica. La tumba de Aquiles.
Aquiles, el más bello de los héroes reunidos ante Troya, el único hijo de una diosa entre las tropas griegas estaba destinado a una vida efímera y gloriosa con una trágica muerte en las murallas. Su inmortalidad se ha transmitido a lo largo de la historia con fama y honor, pero al mismo tiempo proyectando una oscura sombra de crueldad. Apasionado en el combate y en el amor, desató su cólera tras la muerte de su gran amigo y compañero Patroclo, descargando entre los troyanos toda su furia sanguinaria, especialmente sobre Héctor, al que envió al Hades atravesándole la garganta con su lanza. En el asalto final a Troya, tras rebasar las murallas, Aquiles fue alcanzado debajo del tobillo por una flecha disparada por Paris y guiada por Apolo. Áyax y Odiseo rescataron el cadáver bajo una lluvia de dardos para llevarlo al campamento griego.
Me relajé y puse la radio. Robusto y fiable, de bajo consumo, pero sin aire acondicionado ni cualquier equipamiento moderno, el Fiat tenía los asientos tapizados con una tela infernalmente calurosa, y la música tradicional turca de la cadena local que escuchaba por los altavoces cascados estaban empezando a surtir un efecto de dulce seducción para convertirme al islam y parar a rezar en una de las decenas de mezquitas que cruzaba a diario desde que comencé la ruta.
Estaba animado. Conducía con las ventanillas bajadas y empecé a sacar los mapas y planos para esparcirlos por el salpicadero y el asiento del copiloto, abrí el Google Maps en el móvil para geolocalizar mi posición y me dispuse a merendar las barritas de chocolate que había comprado en la gasolinera. Para llegar hasta la tumba de Aquiles, antes debía encontrar la bahía donde la flota griega hizo el desembarco de las naves y fijaron su campamento. Al contrario de lo que cuenta Homero y pensaba Schliemann, no me dirigí hacia el norte a la entrada de los Dardánelos, donde desembocan el río Escamandro y el Simois, sino hacia el sur, a la bahía de Besika, donde todos los estudios actuales fijan de común acuerdo el desembarco griego.
Transitada por pequeños autobuses de turistas, muy pronto tuve que abandonar la carretera comarcal que conecta el Parque Nacional de Troya con la autopista, para desviarme por una pista de tierra que conducía en interminables líneas rectas hacia la costa, entre campos de maíz y canales de regadío con agua. Estaba atravesando el valle del río Escamandro, el corazón de la histórica región de la Tróade, escenario de las sangrientas batallas entre aqueos y teucros, cuya negra sangre esparció el cruel Ares por la ribera del río de límpida corriente y donde cientos de almas descendieron a la mansión de Hades.
Estuve conduciendo casi media hora por el camino. Crucé el cauce del Escamandro por una plataforma de cemento que hacía de puente, y seguí avanzando durante varios kilómetros por grandes terrenos de sedimentación fluvial sin más distracciones que un campesino fumando en un tractor y un niño conduciendo una motocicleta estilo vintage. Ambos me señalaron amablemente hacia el oeste, donde empezaba a bajar el sol, cuando les pregunté por Yenikoy. Muy pronto abandoné la marjal y sus pistas de tierra secas y polvorientas, para incorporarme a la carretera comarcal que se dirigía a Yenikoy, el último pueblo en la costa antes de llegar a la bahía de Besika.
Había llegado a Yenikoy. Un pequeño pueblo sucio y polvoriento con aspecto casi medieval. Casas viejas, mujeres turcas sentadas en las puertas, alfombras enormes tendidas al sol, niños morenos jugando en la calle y perros vagabundo sarnosos tumbados en medio de la calle. Como en un spaghetti western, hice la entrada en el pueblo frenando en el cruce donde la carretera comarcal termina bruscamente. Una nube de polvo se levantó con la frenada y cubrió el vehículo con un halo de misterio. Fue el único momento en que agradecí llevar esa cafetera de coche, pues pasaba totalmente desapercibido a las miradas curiosas, el Fiat Albea es el modelo fabricado en Turquía que utilizan los taxistas.
Por otra parte, estaba tranquilo y feliz. Una sensación de nostalgia y familiaridad me llenó de repente el ánimo. El fuerte olor que desprenden las higueras en agosto, con su fruto maduro, el aroma del pino mediterráneo, la presencia intangible del mar y las cocinas de los hogares friendo a fuego lento con aceite rehusado, el mismo aroma que las paellas de pollo y conejo a punto de echar el arroz, me transportaron a los recuerdos de mi infancia más felices, cuando mi abuelo preparaba la paella a leña los domingos.
Giré a la izquierda y puse rumbo hacia el sur, saliendo del pueblo por un camino que recorría la costa en una zona accidentada por estribaciones y acantilados que impedían ver la orilla del mar. Al girar una curva, la carretera descendía bruscamente a una cala con una playa de arena rodeada de fuertes pendientes. Evidentemente, no era el mejor punto para realizar un desembarco de tropas, pero sí que suponía un lugar paradisíaco para veranear. Y así lo había pensado también un poblado de gitanos turcos que se habían establecido en una especie de camping nómada, con tiendas y caravanas aparcadas en un pinar que rodeaba la playa, donde los niños jugaban en la arena lejos de sus padres, que se dedicaban a encender hogueras y preparar la cena.
Aparentemente, el camino terminaba en ese lugar. Aparqué junto a la caseta más grande que parecía ser el punto de reunión social. Un grupo de personas charlaban y bebían çay alrededor de una mesa de madera. Bajé del coche con el plano de los yacimientos históricos en la mano y les pregunté señalando en el mapa el punto llamado Yassitepe, el túmulo donde se encuentra la tumba de Aquiles. Sin dejar de sonreír, el único joven que entendía algo de inglés se fue y volvió con un anciano calvo y barba blanca recortada cuidadosamente. Tenía una mirada muy expresiva, que irradiaba una tranquilidad y sosiego muy agradable. Un aura invisible le rodeaba y transmitía un efecto mágico difícil de explicar. El abuelo de barba blanca se subió a una moto de los setenta y arrancó de una fuerte patada. Enseguida comprendí que me esperaba para avanzar y seguirle con mi coche. Atravesamos el camping hasta llegar a otro camino de tierra que subía por la parte opuesta de la cala. La pista volvía a adentrarse entre pinares mediterráneos salvando pequeños montes. Después de subir varias pistas de tierra con piedras metiendo primera para no perder al abuelo, llegamos al final de la subida y el anciano paró la moto.
Grandes campos de trigo recién cosechados se extendían frente a nosotros, formando una gran bahía suave con forma de media luna de al menos quince kilómetros de longitud. La bahía de Besika. Sin duda, el lugar idóneo para el desembarco de las tropas griegas y la construcción del campamento defensivo para proteger las naves. Allí, en la playa del espumoso mar, habían sido colocadas las naves griegas, y se había levantado para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados en aquel paraje eran muy valientes en la guerra. De esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos.
La bahía se adentraba a través de suaves llanuras y colinas redondeadas hacia el valle del Escamandro, en dirección a Troya, en un terreno perfecto para el temible avance de las falanges griegas. La distancia debía suponer al menos, para cualquiera de los dos ejércitos, una jornada de marcha a pie cargando lanzas y escudos. Al fondo de la costa, como si de una performance moderna se tratara, un gran carguero de bandera desconocida se aproximaba a una cementera, refinería o quién sabe lo que fuera, de dimensiones hiperbólicas y estructuras futuristas, teatralizando el lugar donde las naves griegas tomaron tierra y construyeron el campamento. La costa original del desembarco estaba situada vaios kilómetros tierra adentro, y a pesar de la gran superficie, la ribera no pudo contener todas las naves en una sola fila, y los colocaron escalonadas de modo que el ejército griego no se sintiera estrecho. En el horizonte, la isla de Tenedos se perfilaba en el mar Egeo a lo lejos, misteriosa y silenciosa, testigo de grandes hazañas históricas, constituyendo con su estratégica presencia el último punto de abastecimiento de la flota griega.
Absorto en estas contemplaciones, no me había dado cuenta que el abuelo me estaba señalando con el brazo un punto justo a nuestra izquierda, hacia el interior. Entre las suaves colinas redondeadas se alzaba un pequeño monte, diferente del resto, artificial, con forma de pirámide cónica, muy erosionado por el tiempo. Supe inmediatamente que se trataba del Yassitepe, el túmulo funerario levantado para albergar la tumba de Aquiles.
De la emoción no me había dado cuenta que el abuelo había desaparecido, así que aparqué el coche al final del camino, entre unas eras que tenían el mismo aspecto que los campos de Castilla después del verano. Tardé varios minutos en llegar a la base del promontorio. Subí a campo a través hacia la cima sin esperar a encontrar una senda o algo parecido, teniendo que curvear para no perder el aliento. La ladera era bastante empinada, sin apenas vegetación, solo unos pequeños arbustos, espigas y cardos borriqueros. Llegué a la cima. Había una pequeña montaña de piedras amontonadas en una clara disposición de arquitectura prehistórica que no se divisaba desde abajo. Las piedras, de apariencia arenisca, no formaban parte del entorno geológico de la zona. El aspecto general era de una construcción megalítica, redondeada y castigada por el tiempo durante incontables centurias de años. Desde la cima se podía divisar una amplia zona, Troya hacia el interior, la bahía a mis pies, y la isla de Tenedos al fondo, por donde empezaba a ocultarse el sol. Me encontraba en el Aquileion, el asentamiento en el que se han descubierto restos de un muro fortificado de estilo helenístico que pertenecen a la época de Troya correspondiente a la Fase VI, momento en que la ciudad fue destruida por una invasión micénica. El punto exacto donde la leyenda sitúa la tumba de Aquiles. Según la Ilíada, después de la muerte de Aquiles los griegos levantaron un túmulo con tierra de la llanura, amontonada en torno a la pira funeraria y edificaron a continuación un muro defensivo alrededor, visible desde las naves que cruzaban hacia el Helesponto.
La tumba de Aquiles es citada por numerosos escritores de la antigüedad y ha sido escenario de sacrificios sagrados ofrecidos por personajes históricos como Jerjes, que hizo una ofrenda antes de invadir Grecia y vengar a los troyanos y emperadores romanos como Adriano y Caracalla. Alejandro Magno, fascinado por el texto de Homero, se desvió en la marcha de sus conquistas para acercarse a Troya y depositó coronas en la tumba de Aquiles, tras ungirse con aceite y correr desnudo junto con sus compañeros. Yo no fui tan atrevido y me conformé con descansar y hacer varias fotos con el móvil.
Otras maravillas helenísticas deslumbran y fascinan, pero el Aquileion es un humilde enterramiento compuesto por un pequeño montículo de piedras amontonadas. Un bienestar muy agradable, una poderosa energía irradiaba de las piedras y envolvía el ambiente con un magnetismo especial. Al mismo tiempo empezó a emanar del túmulo un numeroso ejercito de enormes mosquitos, por lo que tuve que abandonar la cima rápidamente lleno de picaduras y comezones que todavía puedo sentir en los brazos.
Berlín, agosto 2015
La visita al Neues Museum era una forma de completar y cerrar el viaje realizado el año pasado en la costa de Turquía. Gran parte del tesoro de Príamo descubierto por Schliemann y otras joyas halladas en las excavaciones de Troya se encuentran expuestas en sus lujosos pasillos. Mi sorpresa fue al ver una pintura realizada en el fondo de una copa de vino griega del 500 a.C. En la imagen aparece Aquiles, equipado con armadura y casco, curando con vendas el brazo de Patroclo, herido de flecha. Patroclo no lleva casco, con barba recortada, está recostado en el suelo, aparta la mirada, compungido y avergonzado. Allí estaba él. Patroclo. La misma mirada tranquila, la misma sonrisa y la misma barba recortada que el abuelo de la moto.
texto y foto: Simón Planes
